miércoles, 27 de marzo de 2013

Nosotros, los crucificados

27 de Marzo 2013
Por: Franklin Bordas Lowery








¿Quién no tiene una cruz? Los multimillonarios, de quienes solemos pensar que nada les falta, tienen su cruz. Los olvidados de este mundo, aquellos que ya nadie recuerda porque no tienen nada, y parecen ser “cosas vivientes”, cargan también su cruz. En el mundo del espectáculo —Hollywood— abundan personajes que sonríen a las cámaras como si vivieran en el paraíso, pero allí tienen su cruz personal. La cruz es parte de la existencia humana.

Entonces, ¿qué es la cruz?

La cruz es el símbolo del dolor, pero también es el símbolo de la redención. Dolor y redención, explican caídas y levantadas, aflicción y contentamiento. Algo duro tuvo que pasarle al científico e inventor estadounidense Benjamín Franklin, para expresar sabiamente, que después de las derrotas y las cruces, los hombres se vuelven más sabios y más humildes. ¿Cómo no va a brotar la humildad después de tanto sabor amargo? La lección del crucificado, es la experiencia humana del dolor del inocente, del maltratado, del calumniado, el vilipendiado. Es la experiencia del abandono, de la pérdida del sentido de la vida.

Durante los primeros siglos, la crucifixión fue más que subir a un “patibullum”. Antes de la crucifixión los romanos acostumbraban flagelar al reo, hasta desbaratarle la piel y luego obligarlo a cargar un yugo de madera en sus hombros, hasta el sitio donde sería su ejecución. Era un espectáculo macabro, brutal y triste a la vez, presenciar el suplicio infrahumano, de infligir dolor con máximo sentido destructivo y lujo de violencia.

“Ser crucificado” es ser arrastrado a la animalización del ser humano. Es confiscar la condición de persona, como si no fueran como nosotros, dirían los pensadores cristianos. Simplemente —deshumanizarlo—. Aspirar a que el dolor del otro, vaya más allá del sufrimiento de los demás. Ascender de lo humanamente resistible, hasta lo espiritualmente irresistible.

Se dice, que como no había palabras para describir el dolor que experimentan los crucificados, se inventó “dolor excruciante”, —que significa dolor de la cruz—, para explicar el tipo de dolor y el sufrimiento incomparable, de los que pasan por esa despiadada ejecución.

Es que el dolor de la cruz comienza con el desprecio del inocente. Con el falso testimonio, de aquellos, para quienes el dinero empodera en la maldad y la destrucción de los demás.

La cruz tiene vigencia en los momentos que nuestro gozo es sustituido por el terror, la angustia, el llanto, la cárcel y la enfermedad. “Nosotros los crucificados”, parecen repetirse los cristianos en los momentos más difíciles. En aquellas situaciones tormentosas que ponen a prueba el alma y el espíritu sin razón aparente, ellos se saben escalando la cruz del Gólgota, la cruz del inocente. Pero esa cruz por la que todos ineludiblemente deben pasar, al final deja un sabor de fuerza, de paciencia y de gozo, de haber luchado y vencido tantos obstáculos que la misma vida va poniendo delante.

Hoy la crucifixión continúa ejecutándose, aunque ya no con la costumbre romana.

Hoy nos crucifican en una cruz invisible.

Con calumnias, con traición, con falsos testigos, con soledad y abandono, con trampas legales, con muerte civil.

El dolor de la cruz continúa siendo indescriptible en el corazón de los crucificados, aunque resuena en los oídos la voz del Maestro diciendo: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). El autor es escritor.