lunes, 29 de octubre de 2012


Opinión: Agosto 2012
La mañana que fusilaron a Dios
Han transcurrido más de noventa años, desde aquella fría y húmeda mañana en Moscú, en que un pelotón de fusilamiento apuntó hacia el cielo sus ametralladoras, lanzando ráfagas de muerte para “matar a Dios” en las nubes, donde a lo mejor creerían que se ocultaba. ¿Cómo se sintieron esos soldados después de “dar muerte” a Dios? Quizás fumaron temblorosos en medio del gélido viento, luego de tan desagradable faena, para después enrumbar hacia una vieja taberna donde ahogarían sus frustraciones en vodka.

Dura más una intervención de cirugía plástica que el juicio en que luego de algunas horas declararon culpable a Dios de crímenes contra la humanidad. Anatoli Vasílievich Lunacharski (Ucrania 1875-1933) crítico de arte y periodista, miembro importante del partido bolchevique, luego de la derrota de la revolución rusa en 1905 y dejar el partido por desacuerdos con Lenin, “sintió la necesidad”, —dicen las crónicas de la época— de unir el marxismo con la religión. No se sabe si por afán de notoriedad —como lo ha hecho Lady Gaga y algunos otros faranduleros—, por vacíos espirituales profundos y sin respuesta, o por estar mentalmente fregado, pero en sus desvaríos y rejuegos político-religiosos, decidió abrir un juicio contra Dios. Lo que leemos de ese singular evento de 1918 es que el montaje del escenario fue detallado en todos sus aspectos. Dios fue juzgado en ausencia. Los fiscales acusaron como suelen hacerlo, con lujo de elementos legales, y antojadizas y manipuladas evidencias, apuntando sus dedos acusadores hacia la silla donde descansaba la Biblia. Y los defensores designados por el Estado soviético argumentaron la inocencia de Dios de los delitos imputados, pidiendo inclusive absolución del acusado, alegando desarreglos mentales, es decir que Dios estaba loco, y había hecho cosas sin sentido dañando a la humanidad.

Ya el tribunal tenía instrucciones de declarar culpable al indiciado, como ocurre en la mayoría de los juicios políticos, donde ni Demóstenes (Atenas 384 a.C.), considerado el mejor orador de la antigua Grecia, podría haber triunfado. El extraño y amañado juicio comenzó a las 8:15 de la mañana, sabiendo los defensores que el tribunal no aceptaría argumentos de locura, debido a la gravedad de los delitos. Quizás Dios se reía a carcajadas presenciando el cómico juicio, donde discutían de forma perversa un proceso, para desmontarlo de la historia y de la fe de su país, mientras el profesor Avenarius (filósofo positivista (1843) sorprendido observaba con preocupación, la marca que dejó en su alumno Lunacharski, mientras estudiaba filosofía en la universidad de Zurich. Allí nació el sicario que pretendió matar a Dios —en esa polémica posición de la comunión del hombre con el mundo—, donde Dios debe desaparecer.

En la mañana del 17 de enero, a eso de las 6:30 a.m., los soldados se dispusieron a cumplir la resolución del tribunal, de dar muerte a Dios, ya declarado culpable. Apuntaron sus fusiles al cielo y quizás en esa locura ciega al disparar, esperaban que Dios cayera desde las nubes, pero nada. Los hombres morimos como polvo que somos, pero Dios no es hombre para morir.


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